En la foto: (Futbolistas de pie) Zapata, Unanue, Passalacqua, Salinas, Barril; (sentados) Aguirre, Cifuentes, Goujon, Pulgar, Quiroz, Acevedo.
“Dentro de nuestro vacío, sólo queda en pie el orgullo, y por eso, seguiremos de pie” La Polla Records.
En estos tiempos de finales de campeonato, en que algunos andan felices y otros cabizbajos, me puse a pensar en cuáles finales había disputado yo, en mi carácter de futbolista frustrado. La verdad es que no ha habido muchas, un par de campeonatos de baby fútbol, una de un campeonato corto cuando era scout (sí lo era, y además lo sigo siendo de corazón; “una vez scout, siempre scout”), y la más memorable de todas, cuando disputamos en 7º básico, la final de mi colegio. Para armarles el contexto: Mi colegio era sólo de hombres y bastante grande, tan grande que la final la jugamos el 7º H (el mío), contra el 7º P (sí, leyeron bien, P). Así que eran varios partidos antes de llegar a la final.
La cuestión es que habíamos jugado varios partidos antes, primero una fase de grupos y luego eliminación simple. La fase de grupos la pasamos segundos, pero de ahí en adelante fuimos imparables. Bueno, la verdad es que el imparable era Cifuentes, ¡que jugadorazo!, un verdadero crack. Con decirles que en un partido, creo que de cuartos de final, perdíamos 0-3 porque Cifuentes no llegaba al estadio del colegio. La cuestión es que se apareció durante el entretiempo y entró a la cancha para intentar remontar. ¡Y qué remontada dios mío de mi alma!, ganamos 4-3 con 4 goles de él, y uno fue un golazo de 30 metros al ángulo. Sencillamente era nuestro Cruijff, si hasta tenía peinado de futbolista.
Bueno, ese día de diciembre en que fue la final, mi curso entró a la cancha con la siguiente formación: El “Baba” Barril al arco; Passalacqua, el “Qui-qui” Quiroz, “John Lennon” Salinas, y el “Kalule” Acevedo en el fondo; El “Caluga” Aguirre, el “Pirigüín” Goujon, el “Pato” Unanue, Zapata, en el medio; el “Chicho” Pulgar, y el Gran Cifuentes en la delantera (aunque jugaba donde estuviera la pelota, así que en realidad en toda la cancha). Así, los once no más, porque algunos de los que participaron del proceso no fueron y nos dejaron sin cambios, pero bueno, el Fútbol es para hombres, no para niños, así que con 13 años sacamos a relucir todo lo que podíamos dar, éramos unos guerreros en pantalones cortos, fieras de la pelota. Éramos aquellos llamados a hacer algo grande, sin precedente, sublime, apoteósico. Salimos a la cancha con todo, corriendo cada pelota, hasta para sacar laterales nos peleábamos entre nosotros para tirarlos, cada uno quería hacerlas todas. Barril estuvo tranquilo bastante rato; los monstruos de atrás no dejaban pasar hombre y pelota a la vez; en el medio controlábamos la pelota y la tirábamos para adelante, metiéndole pases al Chicho y al Cifuentes que se movían como gatos para hacerse espacio; corrían como panteras para picar una pelota, saltaban hasta las nubes para cabecearla, enganchaban hasta al árbitro para meterse en el área. Sin temor a que me acusen de agrandado, estábamos jugando como el mejor Barcelona o Milan que ustedes hayan podido ver, jugadores hábiles, aguerridos, comprometidos, y una estrella.
Fuera de la cancha se vivía otro partido, estaban las barras de cada uno de los cursos (además de las barras del resto, de los 8º’s básicos, 1º’s, 2º’s, 3º’s y 4’º medios), así que las galerías estaban repletas de compañeros de curso, de padres orgullosos, mamás aburridas, tíos peloteros, y supongo más de un padrastro. Además estaban las autoridades del colegio, es decir, profesores de educación física, gente del Centro de Padres, del Centro de Alumnos, el Rector del Colegio, y dicen que hasta un par de veedores de clubes importantes. Los de 4º medio llevaron un bombo y cantaban en todos los partidos. Siempre he creído que metieron unas cervezas, si no, no entiendo por qué tanta felicidad y apoyo. Mi papá me había acompañado ese día, obviamente, era final de campeonato y su hijo iba a participar, así que se apostó al borde de la cancha para ver mejor y no tener que compartir con el resto de los apoderados, porque el viejo es arisco y además no conocía a nadie. Ahí agarrado de la reja vio la gran gesta deportiva que sucedió ese día.
A mitad del primer tiempo, logro quitar una pelota en el medio y tocarla rápidamente al Caluga, él la abre para el Cifuentes, quien generoso y con clase, la mete profunda dentro del área para Salinas que pica como diablo y la toca atrás para el Chicho, quien la cruza de un derechazo, ¡GOLAZO!, ¡¡1-0 mierda!!. Corrimos todos a abrazar al Chicho y al borde de la cancha nos juntamos a celebrar, gritábamos desaforadamente, y era de esperar, si estábamos ganando la final. De los padres del resto no me acuerdo, pero del mío sí, me miraba contento y levantaba su pulgar en señal de aprobación, estaba saltando y gritando; ahí entre los rombos de la reja me demostró todo el amor y cariño que se puede sentir por un hijo, borracho de orgullo. Después del gol seguimos corriéndolas todas, comprometidos en asegurar el partido. En el quite éramos unos perros de presa, en la creación, genios de la belleza. Es cierto que después del gol el P se acercó un poco a nuestro arco, pero entre el Pasa y el Qui-qui las quitaban todas, abrían pa que saliera el Kalule o el Salinas y además el Barril daba seguridad bajo los tres palos. Continuamos jugando como veníamos haciéndolo, controlando cada zona de la cancha, hasta que el pitazo del árbitro terminó el primer tiempo.
En el descanso los papás nos llevaron agua y bebidas, el papá de Cifuentes las ofició de técnico y nos dio algunas instrucciones como grupo. A mí mi papá también me aconsejó y hasta me hizo unos masajes recuperativos en las piernas. Estaban todos fascinados con nosotros; que jugábamos muy bien, que sabíamos salir con inteligencia, que apenas nos habían llegado durante el primer tiempo, de hecho nuestro arquero estaba limpiecito; y que si seguíamos así en el futuro seríamos conocidos como Campeones. Teníamos el corazón hinchado, apenas nos cabía en el pecho, era más grande que el del Chapulín Colorado. Cuando ya estábamos descansados y frescos, empezamos a ver qué haríamos en el segundo tiempo; decidimos que tendríamos más la pelota y que aprovecharíamos la velocidad de las bandas y la capacidad del Cifuentes para hacer magia. Nos reunimos en un círculo y nos juramentamos vencer o morir, nos juramos que si salíamos sin ganar al menos nos sangrarían las rodillas y los codos, que los músculos apenas nos podrían sostener, que se nos iba la vida en ese partido.
Salimos con todo, a barrer con todo. En los primeros diez minutos llegamos varias veces, hasta que una escapada del Salinas significó un bombazo del Caluga, le dio fuerte y colocado, a esa pelota no la paraba ni Lev Yashin, mientras iba por el aire el tiempo se detuvo un instante y todo lo que se movía era la pelota, así como lo oyen, el tiro estaba confirmando las leyes de Einstein que considera al tiempo relativo, pero en este caso la constante no era la luz, la constante era la pelota del Caluga que viajaba por el aire. De pronto, en un respiro ingrato de los dioses, la pelota se desvió rápidamente, en una comba rara, y se estrelló contra el palo, dio de lleno contra el poste y saltó sobre el travesaño. Casi la reventó el Caluga con ese disparo. Lo que sí reventó fue la galería, que gritó en una sola voz poblada de muchas: ¡Uhhh!, y luego de ello, mil aplausos y gritos de aliento. Se los dije, mejores que el Barcelona y el Milan. El partido estaba dominado, iban cerca de 15 minutos y estábamos muy bien plantados, éramos un bosque de piernas cuando había que serlo, y una sinfonía cuando nos juntábamos.
Pero el partido tenía 90 minutos.
En una jugada intrascendente, sacan un lateral cerca de mí, y la toma un mediocampista de ellos que no era rápido, pero era hábil, antes que yo llegue a su lado la toca en una pared con el 8 de ellos y se larga, corre como gacela en escapada y mete un pelotazo, entre centro y tiro al arco, que uno de sus delanteros alcanza a puntear. Hasta ahí no pasaba nada, pero la pelota, caprichosa mujer, que iba muy rápido, se le viene encima al Kalule que había salido a cortar al delantero y le cae en la mano. Y me refiero a que LE CAE EN LA MANO, la pelota hacia ella, no al revés, de hecho el negro tenía el brazo pegado al cuerpo. Pese a ello, el árbitro pita y señala el punto penal. La injusticia cayó sobre nosotros; reclamamos el cobro, el Passalacqua, que era el más grande, casi le pega al árbitro y hubo que pararlo. Pero mientras lo parábamos sentíamos que tenía razón, ¡Si nos estaban robando! El Kalule que era tímido no decía nada, sólo miraba el suelo sin comprender. Y es que nadie comprendía, en la primera jugada que nos llegaban nos cobran un penal que no fue. Entraron los profes de educación física y algunos papás a calmarnos, mi papá me tomó de los hombros y me dijo: “Déjenlos que pateen, si igual van a ganar”, y el Salinas con el Pulgar, que estaban cerca de mí me miran y se sonríen, confiados en que aún así ganaríamos. Logramos echar para atrás al Passa, y el delantero de ellos se dispuso a patear. Corrió y le pego fuerte al medio. El Barril, que estaba acostumbrado a volar, porque era liviano como pluma, se había tirado hacía un costado y no pudo evitar que la pelota entrara. El grito de gol fue ahogado, sólo lo gritaron los del 7º P, todos los demás, hasta los de 4º medio, e incluso el Rector, se quedaron callados, o más aún, pifiaron. Cuando se presencia la injusticia el corazón la reconoce y solloza.
El Cifuentes tomó la pelota del arco y trotando con calma y confianza la llevó al círculo central. La puso en el medio y esperó el pito, tranquilo, preparando la próxima jugada, como ajedrecista que se adelanta varios pasos mentales al resto. Se la toca al Chicho y comenzamos de nuevo. Empezamos a retenerla, hacer que salieran un poco porque estaban colgando del travesaño y nosotros éramos los que hacíamos el sacrificio. En una de esas, en un rápido cambio, el Goujon corre por la orilla y se la centra al Cifuentes, que la esperaba en la media luna del área, la para de pecho, como con una almohada y cuando la pelota le está cayendo a los pies, uno de los centrales de ellos, a quien se había bailado toda la mañana, le mete una patada por atrás, fuerte, en la mitad de los gemelos de la pierna izquierda. Saltamos todos a reclamar la tarjeta, no sin tener una semi sonrisa en la boca, porque sabíamos que de ahí el Cifuentes la metía cuando pateara el tiro libre. Oímos el pitazo y saltamos de alegría, pero no nos duró mucho, el árbitro señalaba córner. Sí, córner. Transformó una patadaza que nos daba un tiro libre en un córner y menos sacó amarilla ni nada. Con eso sí que nos picamos, el descaro era inaguantable. Pero en vez de reclamarle, fuimos todos para arriba, a meter esa maldita pelota en el arco contrario y en el trasero del árbitro. El Caluga Aguirre fue a sacar el tiro de esquina, la acomodó y le dio al primer palo, habíamos ido todos, y la verdad no recuerdo quién fue el que la empalmó, pero le dio fuerte, con todas las ganas del mundo, pero la pelota le pegó en la espalda a un defensor que estaba en el palo y rebotó rápida hacia una banda. Nadie esperaba eso, la banda estaba sin marca y uno de ellos empezó a correr con la pelota, solo, totalmente solo, estaba sólo el Zapata esperándolo y el Baba al arco. Y el maldito era un diablo corriendo, no había agarrado una sola, pero cuando tomó esta se subió a la moto y empezó a avanzar. Sacarse al Zapata no le tomó mucho, mal que mal le ponía cuerpo, pero en velocidad lo superó fácil. Cuando estaba por entrar al área el Baba sale cortarlo, pero justo antes de que se lo encontrara, el desgraciado se la levantó, y la pelota dando botecitos, entró al arco. Si iba tan lenta que ni siquiera tocó la malla.
En ese momento nos queríamos comer vivo al árbitro, nos estaba robando un partido que, hasta ese momento, jugábamos como D10ses. La gradería estaba con nosotros, llovían silbidos y ofensas varias, no contra el otro equipo, sino que contra el hombre de negro. Fuera de control, el Baba sacó la pelota del fondo y la tiró hacia delante para partir de nuevo. La tomamos y empezamos a ponerle más ganas y corazón que técnica. Yo sólo pensaba en: “vencer o morir”, “al menos nos sangrarán las rodillas y los codos”, “los músculos apenas nos podrán sostener”, “se nos va la vida en ese partido”, y sé que el resto pensaba lo mismo; nuestro juramento eterno de 90 minutos, nuestro lema de vida hasta el pitazo final.
1-2 era el marcador, y estábamos heridos, mas no muertos. En eso, uno de nuestros rivales se ríe de la frustración que nos comía el alma. Catalán creo que era su apellido. El Zapata lo quería descuerar, pero el Qui-Qui, siempre tranquilo, lo paró y lo mandó a jugar. Burlándose así, ese joven estaba firmando su condena. Iban cerca de 30 minutos del segundo tiempo y teníamos que remontar. En la primera que ese Catalán se hace de la pelota, el Zapata tira a matar, pero el tipo ese lo esquiva y avanza. En la siguiente que toma, el Zapata sí que lo pilla y le mete un rodillazo en el muslo, sin fijarse que estábamos demasiado cerca del arco. Tiro libre para ellos, horror para nosotros. El Qui-Qui tuvo que calmar de nuevo al Zapata, a punta de empujones. Viene el remate por sobre la barrera y el Baba no pudo hacer nada, se coló en un rincón imposible. Sólo pudo mirarla, y yo que estaba en la barrera me lamentaba de no haber nacido gigante para lograr cabecearla al córner mientras pasaba por nosotros. 35 minutos y 1-3. La esperanza se iba con el tiempo.
Empezamos a correr con las piernas que no teníamos, a correr con las piernas que los hinchas y nuestros papás nos prestaban en sus gritos, con las piernas que te da el orgullo cuando estás vacío y orgullo es lo único que queda, corríamos por hacer historia, por ser felices por siempre, por ser Campeones. El flaco Cifuentes hacía de las suyas, pasaba rivales, la abría para el Aguirre o para el Salinas, la tocaba con Goujon, conmigo y Pulgar, a todos los del medio para arriba nos hacía jugar. En una de esas, el P se logra hacer de la pelota en una contra que se veía muy peligrosa, la abren para Catalán que justo venía por el lado de Goujon y mío. El Pirigüín le sale primero, yo corría a una costado de la jugada, a unos dos metros. Cuando se encuentran, el Goujon abre un poco las piernas y Catalán le pasa la pelota entre ellas, pero junto con pasárselo así, el maldito le tira un codazo en la cara, que el árbitro no ve o no cobra no más, y el Goujon se va de espaldas. Yo lo veo tirado en el suelo y con la nariz con sangre, y debo admitir que en ese momento no pensé en nada, la mente se me nubló de rabia, y corría rápidamente tras de él. Cuando estaba a cerca de un metro de Catalán, salté, como la ira vengadora de Zeus, y antes de tocar el suelo con mi cuerpo, mis pies, el derecho en el tobillo, y el izquierdo en la parte de atrás de la rodilla, cayeron en planchazo sobre Catalán. Una barrida fenomenal; Materazzi, Gatusso, Montero, Chavarría, y tanto prócer de la patada alevosa, estarían orgullosos de mí. Recuerdo que yo, estando en el suelo, podía ver como Catalán seguía en el aire, suspendido y con expresión de dolor, mientras yo abajo pensaba: “vencer o morir”, “al menos nos sangrarán las rodillas y los codos”, “los músculos apenas nos podrán sostener”, “se nos va la vida en ese partido”, sonriente, vacío de victoria, pero lleno de orgullo. Hasta que se desplomó. Cayó como un saco de papas al lado mío, un peso muerto, que los primeros segundos no podía ni moverse, que se quejaba en sollozos, sin poder siquiera gritar por el dolor.
Imagínense la que se armó. Se vinieron todos encima de mí, me querían dar y no consejos, mal que mal, casi le saqué la pierna al tipo ese. Menos mal que mi equipo salió en mi defensa; Salinas contuvo a un par, Kalule reclamó el codazo a Goujon, yo no me escabullí entre los míos, de hecho empecé a putear a Catalán en el suelo, que aún apenas respiraba de la caída. Ahí me llegó un puñetazo, pero daba lo mismo, nada me podía doler en ese momento. El Passa, que era enorme, fue a separar, y se metieron algunos profes y los papás. Mientras tanto mi papá, desde fuera de la cancha me miraba y negaba con la cabeza. Siempre leí ese gesto, no como desaprobación de la patada, sino que de frustración, porque era evidente que me expulsarían. Tan evidente era, y tal era mi enojo, que no iba a permitir que me mostraran tarjeta, me iba de la cancha no más, entre la batahola. Pero el árbitro me buscó, me tomó de un hombro y me dio vuelta. Yo esperaba la colorada, pero ante mi sorpresa y los reclamos de todos, me saca amarilla. Jaja, ¡amarilla!, casi lo mato y me pone amarilla. De hecho al P no le quedaban cambios y tuvieron que jugar los cinco minutos que quedaban con diez. Catalán se quedó tendido al borde, lleno de dolor, y yo adentro, lleno de derrota.
No puedo recordar el cuarto gol de ellos. Creo que nadie se acuerda mucho, a esas alturas daba lo mismo, 1-3 o 1-4 era lo mismo. Al término del partido fue la premiación, nos dieron medallas y una copa que nos reconocía como el segundo lugar. Ahí sucedió algo bello, todos, sin excepción, decidimos entregarle esa copa a Cifuentes, en el fondo sabíamos que era suya. De hecho sabíamos que la de Campeón era la suya. Y él también lo sabía, por eso lloró, lloró como sólo lo hacen los hombres, como sólo lo hacen los buenos para la pelota, cuando no alcanza con el Fútbol, cuando en búsqueda de la victoria sólo queda el orgullo de saber que se es el mejor. Ese día, a él y a nosotros nos sangraban las rodillas y los codos, los músculos apenas nos podían sostener, a él y a nosotros, se nos fue la vida.